Lo menos que quieres es que la hora de dormir a tus hijos, después de un día agotador, se transforme en una zona de batalla. En mi caso, yo era consciente de que lo más importante era mantener una rutina. Pero, aunque trataba, la rutina que establecí en mi hogar fue pegar tres gritos y volverme una fiera hasta que todos estaban acostados. Claro, y ya a esa hora, después de sentir sapos, culebras y lagartos saliendo por mi garganta, ni mi marido me quería mirar ni yo a él.
Una noche, justo antes de la transformación de mujer a bestia, alguna fuerza (no sé si era el cansancio o la copa de vino que me acababa de tomar) me detuvo. Miré a mis tres criaturas y les dije: “Les prometo que jamás volveré a gritarles mientras los acuesto a dormir”. ¿Qué si mantuve la promesa? Claro que no. Pero sí me llevó por buen camino. (Y no fue el de terminarme el vino que quedaba en la botella). Esto fue lo que aprendí: Anticipar el momento. Aunque mientras saltan en las camas o corren por los cuartos no lo parezca, ellos están igual de cansados que tú. Después de cenar, yo me quedaba en la cocina recogiendo y les pedía que se alistaran para dormir: ir a su cuarto, ponerse los pijamas, lavarse los dientes, hacer pipí y esperarme acostados para leerles un cuento. Y, aunque todas las noches repetía la misma lista completa y exacta, ellos nunca la entendieron. Y ahí empezaba la guerra de las galaxias. Yo regresaba de haber limpiado la cocina y me encontraba un niño en el cuarto que no era jugando al esconder, siempre había alguien con una bola y no faltaba uno que estuviese llorando. Y claro está, todos con la misma ropa de hacía media hora. Sapos, culebras y lagartos… Pero, esa noche del Pinot Noir, anticipé que limpiar la cocina consumiría las últimas municiones que me quedaban para ganar la batalla. Así que decidí dejar los trastes para después. (No explotó el mundo, no se me cayó un brazo y mejor aun, cuando llegó mi marido, él me ayudó a fregar). Decidí que, en vez de repetirles la lista y esperar a ver quién seguía instrucciones y quién no, los iba a llevar de la mano por cada paso. Hubo algunos que actuaron desorientados. Pero yo, en vez de gritarles, les puse mi mano tiernamente en su espalda y les di un leve empujón para dirigirlos a su destino. Allí di instrucciones y jugamos a ver quién se ponía el pijama más rápido. Fui poco a poco, un paso a la vez. Iba de cuarto en cuarto monitoreando sus adelantos y felicitándolos. Dejé que escogieran el libro que querían con el compromiso que una vez acabara el cuento, les daría un besito y se acostarían a dormir. Esa noche, la bestia atrapada con ansias de salir, se convirtió en el Hada Madrina con ganas de conceder los mejores deseos. ¿Qué si funcionó para siempre? Claro que no. Pero, como dicen los Zleeparoos, todos podemos soñar.
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AutorHe dedicado los pasados años a estudiar la importancia de dormir para los niños. Con el apoyo de pediatras y doctores en psicología, desarrollé el concepto de los Zleeparoos como herramienta divertida para fomentar los buenos hábitos y el valor del sueño. ¡Y a mí me encanta dormir! ArchivosCategorías |